Rose Price, Holocausto, Viaje al Perdón en Dachau
Soy una sobreviviente del Holocausto de Hitler, que sobrevivió al campo de concentración de Dachau. Mi familia vivía en una pequeña ciudad de Polonia. Mi educación fue muy ortodoxa. Mi madre me inculcó que el Judaísmo era la vida. La hora de la comida era el tiempo en familia. Mi padre volvía a casa desde la sinagoga, y recitaba el Kadish, la bendición sobre el vino y el jalá (el pan del Sabbat), y luego iba a bendecir a los niños. El sábado por la mañana íbamos a la sinagoga, recogíamos nuestro almuerzo de Cholent en la panadería, e íbamos a disfrutar de la comida del Sabbat alrededor de la mesa de la abuela.
Cuando Hitler llegó al poder, las cosas cambiaron rápidamente. Se nos dijo: «No vuelvan a la escuela nunca más, porque ustedes son Judíos.» Yo sólo tenía diez años y medio. Los Alemanes nos echaron de nuestras casas y nos pusieron en un gueto. Todo nuestro pueblo de Judíos fue colocado en una sola calle. Al principio, yo todavía oraba. Cuando mis oraciones no fueron contestadas, llegué a la conclusión que Dios no existía.
Dachau
Fui trasladada de un campo de concentración a otro, hasta que me enviaron a Bergen-Belsen y luego a Dachau. Fuimos torturados. Fuimos puestos en una plantación y obligados a escavar la remolacha de la tierra casi congelada con nuestras manos desnudas. Nuestras manos sangraban terriblemente. Todo lo que solíamos recibir era una rebanada muy fina de pan, generalmente de serrín, y una taza de café. Esa era toda nuestra comida para un período de 24 horas. Decidí que robaría una remolacha y me la comería. Cuando el guardia me atrapó, recibí una paliza tan grande, que incluso hoy, cuando hablo de ello, aún puedo sentir el ‘gato de nueve colas’ en la espalda y en la cara.
El clima frío, por sí solo, mató a muchos de nosotros. Teníamos que estar de pie durante horas en la nieve, medio desnudos y sin zapatos. Una vez, mientras estábamos formados, nos desnudaron completamente para un experimento, para ver cuánto tiempo le tomaría a nuestra sangre para congelarse. La única razón por la que sobreviví el experimento, se debió a que varias personas cayeron encima de mí, y sus cuerpos me mantuvieron caliente. Pero había días en los que pensé que no iba a lograrlo. La muerte se veía mejor que la vida. Yo no conocía al Señor en ese momento. Pensé que estaba sufriendo porque Él me puso allí.
Cuando finalmente fuimos liberados, en mayo de 1945, yo estaba llena de rencor por lo que había tenido que pasar. La falta de perdón literalmente envenenó mi cuerpo, causándome que necesitara 27 operaciones.
Emigré a los Estados Unidos, me casé y tuve hijos. A pesar de que odiaba a Dios, me involucré en la sinagoga. Pero estaba muerta por dentro. Yo no creía en Dios, pero sí creía en mantener mi identidad y la tradición Judía.
Mi hija cree en Jesucristo
Un día, mi hija adolescente se me acercó y me dijo lo peor que yo podría imaginar. Ella dijo: «Yo creo en Jesucristo, que Él es el Mesías Judío.» Casi tuve un ataque al corazón. Le conté lo que en nombre de Jesucristo se le hizo a su familia. Los guardias Nazis me dijeron una y otra vez que, porque yo maté a Jesucristo, Él me odiaba y me puso en los campos de concentración, para matarme. Cuando tenía siete años, fui golpeada en la cabeza con un crucifijo, por un sacerdote en Polonia, por el «delito» de caminar en la acera frente a su iglesia.
Mi marido también se volió un creyente. Mi hija menor estaba todavía asistiendo a una escuela Hebrea privada, pero de alguna manera yo sabía que ella se había convertido en secreto en una creyente Mesiánica. Yo estaba dispuesta a dejar a mi familia, pero no pude. Yo ya había perdido a mi primera familia bajo Hitler, todo por culpa de ese Jesús.
Corrí hacia el rabino. Ante la insistencia de mi familia, le pregunté al rabino acerca de Isaías 53. Él dijo: «Ningún Judío lee eso.» Le pregunté sobre el Salmo 22. Hay 328 profecías sobre el siervo sufriente Mesías. Le pregunté acerca de casi todas ellas. Por último, el rabino me dijo que no viniera más a la sinagoga.
Leyendo el Nuevo Testamento
Así que empecé bajar al sótano a escondidas, para leer el Nuevo Testamento en una habitación cerrada. Leí Mateo y allí descubrí que Jesús era un hombre amable. Él no era un asesino de mi pueblo. Fui a otro rabino, que tampoco fue capaz de ayudarme. Poco después fui a la casa de un hombre de negocios cristiano, muy rico, que abría su casa como un lugar para alcanzar a los Judíos. Él me preguntó si me importaría que orase por mí. «Es su casa, no me importa si usted se para de cabeza», le dije.
Mi oración
Él comenzó a orar, y, de repente, yo cerré los ojos y dije una oración muy simple: «Dios de Abraham, Isaac y Jacob, si es verdad, si Él es Tu Hijo, como ellos dicen, y Él es realmente el Mesías, muy bien. Pero, Padre, si Él no es, olvida que hablé contigo.» Esa fue la primera oración que había orado desde 1942. Sentí que un peso enorme calló de mi espalda. Por primera vez desde la guerra (y Dachau), lloré y me sentí muy limpia. Yo sabía que Él era real, y le hice mi Mesías. Cuando los sobrevivientes del Holocausto se enojan conmigo porque soy una Judía Mesiánica, yo sólo les muestro amor, porque sé lo que sienten. Yo he estado allí.